Mascarilla, no te aguanto
- Sarita Esses
- 14 may 2020
- 3 Min. de lectura
Estaba esperando el ascensor. No había pasado ni un minuto desde
que puse un pie fuera de mi casa, y ya me estaba ahogando. Detesto la nueva
normalidad.

Así como tengo una gaveta de medias y otra de pañuelos, ahora tengo
una llena de mascarillas, entre las que han donado, he comprado y me han
regalado. Cuando me arreglo para salir, ya no combino cartera o zapatos: el
accesorio de la temporada son los cubrebocas. Pero ni así los quiero usar, y es
terrible, porque ya no sé qué es peor: aventurarme al mundo exterior o quedarme
más días en casa.
Desde que empezó la cuarentena, solo he salido un puñado de veces
para hacer mandados puntuales.
Ir al cajero para poder pagar quincenas, recoger la frutería o ir a
la farmacia era el equivalente a un día de campo, una oportunidad bienvenida
para romper la monotonía y airearme cada dos o tres semanas. Pero ya ni eso.
La penúltima vez que salí fui al súper. Entre agarrar mi frasco de
gel antibacterial en una mano, tratar de empujar la carretilla con la otra,
sofocarme con la mascarilla y no reconocer a nadie con esos rostros tapados,
comencé a sentir una desesperación que creo que es lo que antecede a un ataque
de ansiedad.
Pero la última vez que salí fue peor. Solo en lo que me demoró
llegar a mi carro (o sea, nada), ya me palpitaba la frente con una leve
migraña. Las primeras veces que salí, me dejaba la mascarilla puesta hasta que
retornara a salvo a mi casa. No quería estar manipulando innecesariamente el
trasto ese. Pero en esta ocasión, apenas cerré la puerta del carro me la quité
como quien sale a la superficie del agua.
Tampoco puedo manejar. Corrijo, manejo, pero con mi visión
periférica seriamente comprometida. Entre no disfrutar canciones, sentir que mi
cara está en un sauna y el miedo a chocarme, ya me voy quitando y poniendo
intermitentemente la mascarilla.
Cuando llego a la farmacia la trama se complica. La galluza me tapa
la frente, y me la tengo que correr con los dedos para que me puedan tomar la
temperatura antes de ingresar. Pues si tenía virus en los dedos, ya me lo unté
en la cara.
La puerta de la farmacia está cerrada, así que me toca usar las
manos. Me dan ganas de dar la vuelta e irme. En mi neurosis máscara-inducida,
la cosas se van agravando progresivamente. ¿Me pongo gel después o ahora? Pues
en ambas ocasiones y en todas las que hayan de por medio.
A la hora de pagar, titubeo antes de sacar mi billetera. Cuando
meto la mano en mi cartera, puedo visualizar a los gérmenes desbocándose
adentro. Me sacudo de vuelta a la realidad y comienzo a frotarme gel en las
manos, cartera y billetera.
Volví a mi casa mentalmente extenuada de una salida de 40 minutos.
Les voy a decir algo: si no me da coronavirus, lo que va a afectar
mi salud es migraña, taquicardia y ansiedad. Así que decidí que no salgo más.
Si hace falta jugo, que tomen agua. Si no hay huevos, que coman pan. Si hay que
comprar algo, pues que alguien más lo busque o que otro nos lo traiga.
Si esto es lo que se siente la nueva normalidad, entonces prefiero ser
una anormal.
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