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Un milagro improbable

  • Foto del escritor: Sarita Esses
    Sarita Esses
  • 11 nov
  • 2 Min. de lectura

CONCLUSIONES DE UN PASEO EN MALTA.


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La primera vez que lo dijo, me reí. A la tercera concluí que tal vez me estaba hablando en serio.


El pequeño Peugeot serpenteaba por las estrechas calles de Malta. Joseph, mi guía, señalaba entusiasmado cada esquina, monumento y capilla. Con orgullo daba la explicación correspondiente.


Afuera, la isla parecía un horno. Pero adentro del carro, marinándome en el aire acondicionado, yo era un público cómodo y atento a la totalidad de sus relatos.


Estábamos descendiendo por un cerro, cuando Joseph apuntó a lo lejos hacia una enorme catedral: la Iglesia de Mosta. Esta es una de las atracciones más representativas de Malta, no solo por su imponente arquitectura, sino por un asombroso acontecimiento.


Durante la II Guerra Mundial, esta pequeña isla en el mediterráneo tuvo un rol estratégico para las fuerzas aliadas. Por eso, fue objeto de interminables bombardeos por parte del ejército alemán, y cierto día, los nazis dejaron caer una bomba de 200 kilos sobre la iglesia, durante una misa en la que participaban más de 250 feligreses. Increíblemente, la bomba perforó la cúpula y cayó dentro del recinto, pero no explotó. No hubo muertos, ni siquiera hubo heridos y todos se salvaron de lo que pudo ser un evento catastrófico.

Este suceso fue atribuido a la intervención divina, y a partir de entonces, a la iglesia se le adjudican cualidades milagrosas.


Todo eso me contó Joseph y concluyó diciendo: “si uno pasa frente a la iglesia, y pide un deseo, se le cumplirá en el transcurso de un año. Yo pedí un millón de dólares, pero todavía sigo esperando”, y soltó una estrepitosa carcajada.


Poco después, llegamos a la iglesia, y Joseph volvió a mencionar el millón de dólares. Y más adelante en el recorrido, lo dijo por tercera vez.


Tal vez fueron ideas mías, pero percibí en su voz cierta añoranza. No sé qué tipo de respuesta esperaba que le diera, sin embargo me voltee hacia él y le dije: “¿Pero compraste tu boleto?”.


“¿Qué boleto?”, me respondió.


“No sé”, repuse. “De lotería, alguna rifa o incluso un raspa-y-gana. Estás lamentando que aún no has ganado tu millón de dólares, ¿pero de qué manera esperas que te llegue”. Ahí nos reímos los dos, pero él se quedó pensando.

Porque sí: por definición, los milagros son milagrosos, extraordinarios. No son explicables desde una perspectiva racional. Pero a menos de que esperemos que nos caiga un saco de billetes directo del cielo, de alguna manera debemos ayudarnos. Incluso si el deseo es tan improbable como un millón de dólares.

 
 
 

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