Dos himnos
- Sarita Esses
- 2 abr 2020
- 2 Min. de lectura
“Shhhh, mami,
cantas mal”, me dijo el impertinente de mi hijo. Es verdad que canto mal, y a
todo volumen sueno mucho peor. Pero no se trataba de acompañar una canción
cualquiera, ni de un improvisado karaoke. Estaba entonando nuestro himno
nacional.

El viernes
pasado, a las 7:00 p.m., salí con mi banderita al balcón, en un acto de
rebeldía, no contra las leyes que nos rigen, sino contra la pandemia que nos
somete.
Son días de
miedo, preocupación, hastío e incertidumbre. Pero también momentos para
solidarizarnos, ser agradecidos y demostrarlo. No podemos
darnos abrazos, pero sí enviarlos a través de aplausos y cantos, desde nuestras
ventanas o balcones.
Ahí parada recordé
la última vez que canté nuestro himno con el mismo desentonado sentimiento. Fue
el 18 de junio de 2018, en el marco de
otro suceso extraordinario. La barra roja ondeaba con furia nuestras banderas.
Estábamos en el Fisht Stadium, en Sochi, en el marco del Mundial en Rusia. Fue
la primera vez que Panamá clasificaba a esta cita deportiva, hecho que nos hizo
vibrar de emoción y nos puso en la cúspide del regocijo. En cambio el viernes
pasado, al igual que hoy, un enemigo invisible nos mantiene encerrados.
Cantar el himno
de Panamá en un Mundial fue un sueño largamente anticipado. No me da pena
admitir que el día del partido contra Bélgica, el primero de los tres que
disputaríamos, elevar nuestras gloriosas notas quebró mi voz y me hizo llorar.
En Rusia, la
camaradería entre panameños que llegaron de todos los rincones del mundo, era
algo hermoso. Reconocer nuestro tricolor en otras personas y escuchar palabras
que delataban su nacionalidad, era suficiente para tumbar muros y cruzar
acantilados. El día del partido había 4 mil panameños entre las gradas, pero con
la alegría de los 4 millones que se quedaron en casa. Todo eso recordé el
viernes pasado, mientras desafinaba en el balcón.
Qué diferencia
entre el lugar, la razón y las circunstancias. Ahora, en medio de la
cuarentena, el himno se escuchaba por pedazos dispersos, un coro aquí y una
estrofa por allá. A pesar de eso, quisiera pensar que el sentimiento es el
mismo.
La vida es la
suma de momentos dulces y sabores amargos. Situaciones extremas, como las que atravesamos
ahora, tienen el dudoso talento de abrir el espectro y sacar a relucir lo mejor
y lo peor de las personas. Al día siguiente, mi emoción fue reemplazada por
decepción. Al ver en las noticias las imágenes de los actos vandálicos perpetrados
contra varios comercios en barrios marginados, suspiré con nostalgia,
extrañando el pueblo que a veces hemos sido y que aún podemos ser.
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