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Lo que no extraño de la escuela

  • Foto del escritor: Sarita Esses
    Sarita Esses
  • 16 dic 2016
  • 2 Min. de lectura

Este año se cumplen 25 años de que me gradué de la escuela. Hay muchas cosas que extraño de esos tiempos, excepto una: estudiar para los exámenes.

Cuando regresabas a la casa, después de tener las sentaderas pegadas a una silla la mayor parte de las últimas ocho horas, lo menos que querías era sentarte en otra silla, estar en tu casa, hacer tareas, proyectos, cartulinas o estudiar. No me gustaba hacerlo, pero obviamente me tocaba, que para eso me mandaban mis padres a la escuela.


La mejor sensación cuando se acercaba la hora de hacer un examen era sentir que estabas bien preparado. Dependiendo del nivel de dificultad del tema tratado y qué tan bueno eras en esa materia, los nervios fluctuaban entre mucho y nada.


Cuando repartían los ejercicios y escribías arriba tu nombre y la fecha, sentías que al menos ya tenías algo bien, jeje...


Los exámenes venían en diferentes partes y modalidades, y recuerdo estas:


Cierto y falso: la más fácil. Llenabas las que sabías, y las que no, les ponías o todas cierto o todas falso. Con esa técnica seguro ibas a acertar al menos la mitad de las que tenías en duda (pero si era un cierto y falso controlado, ahí la cosa se ponía más peluda).


Escoger la mejor respuesta: esto es un poco más complicado porque hay más opciones. Por lo usual cuatro. Si no estabas segura de la respuesta correcta, podías ir descartando las que definitivamente no, y de ahí recurrir al tin marín, una útil herramienta.


Preguntas de desarrollo: esto era lo mejor y lo peor. Lo malo es que terminabas con dolor de mano, pero lo bueno es que tenías una hoja entera para explayarte. Si te lo sabías bien, y si no, te las ingeniabas para hablar paja. Y siempre respondiendo en oración completa, para llenar más espacio, jaja.


Llene los espacios en blanco: de terror. Ahí sí que no había margen para inventar. Todavía recuerdo a la profesora Nora Luz, de literatura, que tenía la costumbre de sacarle fotocopias al libro de texto y borrarle partes. Para completar sus ejercicios, ¡mínimo tenías que aprenderte el libro de memoria!


Pruebas orales: la peor, no para personas con miedo escénico. Cuando te parabas enfrente del grado era posible que te traicionaran los nervios, y aunque te supieras las cosas, la mente se te pusiera en blanco, tartamudearas e hicieras un papelón.


En definitiva, si pudiera viajar a través del tiempo, me encantaría hacer relajo en los recreos, ver a mis amigas todos los días y hacer una que otra travesura. Pero los exámenes, esos dejémoslos tranquilos en el 91.

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